martes, 17 de noviembre de 2009

Joaquín Antonio Peñalosa


Desde siempre Peñalosa fue Peñalosa, hasta donde alcanza mi memoria siempre estuvo ahí en esa posición que yo veía como privilegiada, encumbrada por su capacidad literaria y por su relación con la clase acomodada, recuerdo aquello de “¡Uy no!, que dirán los Meade y el padre Peñalosa”, se me antojaba un tipo fatuo, dado a la buena vida, escuchaba de sus viajes, de su doctorado en español, de su obra “El Hogar del Niño”, y me caía mal, un cura estirado, lo llegaba a ver caminando derechito con pasos cortos y rápidos, me daba la impresión de que miraba de reojo o sobre el hombro.
Mi primer contacto con él fue cuando se me presentó la necesidad de mandar a la escuela a los niños de los que me estaba haciendo cargo, entonces recurrí a él para pedirle que los admitiera como alumnos en el Hogar del niño y los rechazó, argumentando que los niños que ahí se recibían eran uniparentales o sea que tenían un solo padre, ya fuera papá o mamá, pero que no recibía niños callejeros, que ahí se les proporcionaba desayuno y comida además de uniforme y útiles escolares, yo le dije que eso era lo de menos que se los mandaría desayunados y me los mandara a comer a la casa y que les compraría uniformes y lo que hiciera falta. De ese encuentro me cayó peor, salí con una serie de cuestionamientos sobre su obra, sobre sus programas de radio y TV en los que pedía para los niños pobres, y los míos que eran mas pobres que los pobres que él ayudaba, no habían encontrado su ayuda, después lo entendí,
El Hogar del niño tenía sus normas y había que ajustarse a ellas y es algo que debí hacer para que mi casa hogar no se convirtiera en un “basurero humano” a donde mandaban a todo aquel niño que no tenía cabida en ninguna parte, autistas, idiotas, sicópatas, drogos y en fin cualquiera que no tenía lugar en ninguna parte me lo mandaban a mi las autoridades, ya fuera cruz roja, DIF o instituciones y gente “caritativas”, pero no me mandaban con que sostenerlos.
Después de ese encuentro nos saludábamos Peñalosa y yo, cuando nos encontrábamos, regularmente coincidíamos en el correo, y él —Adiós Licenciado— y yo —Adiós Monseñor — yo me sentía amablemente hipócrita pero cumplía con las normas de urbanidad, alguna vez trató de hacerme plática y lo corté en las primeras de cambio.
En los simposios y reuniones de casas hogar a nivel nacional me disgustaba sobremanera que me preguntaran si yo trabajaba con el Padre Peñalosa y hasta llegué a contestar groseramente; un cura del estado de Guanajuato me amenazó con que hablaría con el obispo de San Luis para ponerlo al tanto y le contesté que por mi podía hablar con el Papa.
Era mucho el resentimiento que tenía en Peñalosa y ni se diga las ideas que me había formado de él.
Un día Pancho Loredo me regaló un libro sobre “La Madre Conchita” (Concepción Cabrera de Armida), escrito por Peñalosa, se lo recibí y lo arrumbé por ahí; otro día que no tenía nada que leer lo tomé y comencé a leerlo, no esperaba tal amenidad, me parecía que el mismo Peñalosa me lo estaba platicando con su voz característica y tan peculiar que llegué a imitar casi a la perfección. Cuando terminé de leerlo me dije “Pues alguna gracia habría de tener este curita” de ahí seguí leyéndolo en otros textos, “Nacimiento pasión y muerte del mexicano” me encantó y para no hacer el cuento largo, un día me pusieron a hacer un programa de entrevistas por T.V. y en el primer programa tendría que entrevistar a Peñalosa, así que tuve que conocerlo saber donde y como vivía y hasta que comía, pude entonces, darme cuenta de cuan equivocado estaba en mi percepción. Monseñor Peñalosa era un hombre extremadamente austero, vivía pobremente, sus muebles no solo eran viejos sino baratos, su alimentación sencilla en extremo, comían mejor los niños del “Hogar del niño”, y su mayor tesoro personal, su biblioteca donde había mas de 5,000, quizás 10,000 títulos nuevos y viejos estaban cuidadosamente acomodados en estantes improvisados, yo hubiera jurado que él mismo habría hecho algunos de ellos con tablas de reuso, uno que otro estante metálico pero adquiridos en diferente tiempo, tal vez recogidos o regalados por alguien que ya no los ocupaba. Luego en la entrevista, él estaba un poco a la defensiva, sabía que no me agradaba, y yo, de alguna forma me sentía en desventaja culturalmente hablando, sin embargo llegamos a desarrollarla como una charla entre amigos que se conocían desde tiempo atrás, fue cordial y en esos términos fue a partir de ese momento nuestro trato. La última vez que lo vi fue cuando acompañé al Presbítero Clodomiro Siller y a mi hijo Héctor Fernando, también Pbro., a visitarlo durante su convalecencia después de una extraña infección que contrajo en los pulmones, muy parecida a la histoplasmosis, cuyo microbio le entró por algo que comió y estuvo al borde de la muerte, resultando afectado de la vista y su capacidad psicomotriz, al grado de que tuvo que aprender prácticamente de nuevo a caminar. Con todo y esa limitación todavía alcanzo a escribir dos o tres libros más.
El 17 de noviembre de 1999 corrió la voz como reguero de pólvora: “Peñalosa murió”, incluso el Heraldo sacó una extra, creo que fue la última que emitió.
No fui a su sepelio, porque soy alérgico a velorios y bodas, no se por que, tal vez porque en los dos hay entierro al final, en fin no pienso ir ni al mío. Lo importante es que pude terminar con aquella animadversión que sentía por Peñalosa, nos hicimos amigos y llegué incluso a apreciarlo. Hoy en el décimo aniversario de su muerte lo recuerdo, tal vez leeré algunos poemas de él y hasta asuste a mi secretaria de Canal 13 haciéndole una llamada telefónica imitando la voz de Peñalosa. Lo único que lamento es no haber sido su amigo más tiempo y con más cercanía, creo que hubiera aprendido mucho de él.