sábado, 19 de septiembre de 2009

El primer recuerdo de mi vida

Lo primero que recuerdo de mi vida, no logro ubicarlo en el tiempo, es tan vívido que parece suceder minutos antes de recurrir a mi, no me fastidia recordarlo, todo lo contrario, me hace sentir bien, me gusta, no puedo decir que me vea, porque no es como en los sueños en que uno se ve desde afuera, en este recuerdo se me sentado sobre el fresco piso de ladrillo cuadrado que había en la cocina y en los cuartos de la casa donde yo nací, en Pascual M. Hernández del barrio de San Miguelito.
Estoy recargado en la pata de una mesa, a mi derecha está la puerta de un corredor por donde se pasa del patio al corral, la puerta para entrar al corral está junto al baño que en aquellas casas del siglo XX se encontraba siempre al fondo, justo junto al corral , cuando lo había. En la cocina están mis padres, solo veo sus piernas, hay mas gente en la casa, no los veo pero lo se, están contentos y expectantes, hay también en el ambiente, un olor delicioso que no he vuelto a percibir en ninguna otra cocina, ahora se, bueno, lo se desde hace quizás mas de 50 años que mis Papás estaban elaborando donas, les decíamos roscas, eran unas rosquillas de masa hecha con harina de trigo, huevo, levadura, leche y natas, natas de leche.
Las natas las juntaba mi Mamá cuando se enfriaba la leche después de hervirla, las colocaba en un platito de cerámica y las metía al refrigerador, a donde iba agregando las de cada día hasta juntar una cantidad considerable, tal vez en el lapso de un mes o mas; muchos dicen que las natas eran la clave para dar el sabor que tomaban las roscas, yo se que no, la clave estaba en las cuatro manos que la s preparaban, mi madre incorporaba los ingredientes, mi padre amasaba hasta dar el punto, luego los dos formaban las roscas, tomaban una porción de masa que frotaban con las palmas de las manos como si fuera un molinillo hasta formar un cordón que cortaban en trozos con los que hacían un círculo pegando sus extremos entre si y los colocaban en una gran cacerola con aceite hirviendo, con un tenedor de dos puntas daban vuelta a las roscas dentro del aceite y esas se inflaban mágicamente, tomando un color dorado rojito, las sacaban del aceite, dejándolas escurrir bien y luego las echaban en una charola rebosante de azúcar blanca, de esa que le dicen refinada y una vez escarchadas se colocaban sobre otra charola hasta crear una montaña de roscas, que por la forma en que eran preparadas, podían durar varios días, ¡cuantos? No lo se, nunca lo pudimos averiguar, mis papás producían cada vez un centenar o mas de ellas, nosotros éramos siete hermanos y ellos dos, nueve personas en total, nunca nos tardamos mas de tres días en consumirlas todas.
Bueno, todo esto lo supe después, en mi recuerdo sólo percibo el olor, mi padre me pasa un trozo de masa que coloco en un juguete que no preciso ver ahora, si es un pequeño camión o un furgón de ferrocarril, pero es algo que me permite colocar la masa que cambia de forma y los muevo sobre el piso, vuelvo a sacar la masa y siento la textura, su densidad, mis dedos se hunden en ella, eso me gusta, la vuelvo a colocar en el juguete, lo muevo con su carga, vuelvo a tomar la masa … y es cuanto recuerdo de mi primer recuerdo.
Son solo unos segundos de mi vida, pero es el primer contacto recordado con el universo, que era mi familia y mi casa, la casa donde nací, donde fue enterrado mi ombligo, donde di mis primeros pasos, donde fue primero, todo lo primero de mi vida.

1 comentario:

Alejandra Contreras dijo...

Imagínate que mi mejor memoria siempre ha sido la del olfato. Entonces vuelve una sensación deliciosa donde se confunde el olor a gas de una cocina vieja con el del café con leche y azucar que a mi abuelita le salía tan bueno. La niña mimada odiaba la nata, pero cuando en casa de los abuelos se la ponían a las galletas y se las bañaba de azucar eran un manjar. También llegan en oleadas los olores de la loción del abuelo y eso genera sus manos y el tintineo del brazalete plateado y las de mi abuelita que entre las mías eran tan femeninas. Tal vez una de las primera memorias que tengo de San Luis sea el olor de la noche, lo ubico bien en los jardines del Cactus; a la mejor los potosinos no lo distinguen pero seguro yo sí y no lo sé describir pero era intenso y se acompañaba de grillos y cigarras. Para mí era parte del placer de la visita, de lo que me costaba tanto trabajo desprenderme y por lo que me iba chillando pegada a la ventana trasera del coche que me llevaba tan lejos del café, de la nata, de las historias, las canciones y de las manos de los abuelos.